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«De repente, me pongo a correr, como si la mochila no me pesara. Y le voy diciendo adiós a cada roble, adiós a cada hórreo y a cada flecha amarilla. Y canto, otra vez canto, aquel tema de Medina Azahara que tanto le gusta a mi padre: Necesito respirar, descubrir el aire fresco y decir cada mañana que soy libre como el viento. Porque ese verde, efectivamente, no es de supervivencia. Porque nada es de supervivencia aquí, todo nos trasciende. Y porque de repente me parece como si me estuvieran saliendo alas, la mochila se redujo, dejé de pesar, el cielo está lleno de nubes grises que me llaman. Y me pongo a llorar, libre de toda esperanza. Libre de planes, de añoranzas, de vergüenza y dudas; todos los muros caídos, el bosque adentrándose en mi ciudadela. Atravesada por el camino, dejo un instante de ser yo para ser él. Una curva que rodea una finca protegida por piedras, una cuesta abajo, una vaca, una cacera con agua, ese nogal generoso, una piedra. Me siento desaparecer, de pronto, porque no siento que corro. Y simplemente lloro. Me vuelvo ese llanto, tan purificador. Un llanto lleno de amor, igualito que el rocío, que lo entrelaza todo, hace líquidas las fronteras que separan a las cosas.»