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Agosto de 1880. La canícula y la polvorienta neblina desdibujan los contornos de la ciudad fronteriza de Warlock, un lugar huérfano de ley donde el robo, las reyertas y el crimen están a la orden del día. El puesto de ayudante del sheriff pesa como una maldición sobre quien se atreve a ocuparlo; pocos tienen el valor de intervenir en las trifulcas entre mineros borrachos y fulleros, ni de enfrentarse a la banda de cuatreros liderada por Abe McQuown. Pero un nuevo pistolero ha llegado a la ciudad. Armado con sus Colt Frontiers de oro, Clay Blaisedell acepta el reto de ser el nuevo comisario. Con él, y cual sombra funesta, llegará Tom Morgan, un jugador sin escrúpulos. Pero tal vez el temple y los revólveres de Blaisedell no sean suficientes para implantar el orden en una ciudad que devora a un hombre cada mañana. ¿Bastan el honor y el orgullo para delimitar la frágil frontera entre el bien y el mal en un lugar donde ni tan sólo se respeta la regla no escrita de no disparar por la espalda? Pocos como Oakley Hall supieron reflejar el espíritu de una nación forjado con duelos al sol, rondas de whisky, vínculos de amistad inquebrantable y odio hasta la muerte. Warlock, auténtica pieza de culto que trasciende los límites del género en el que se inscribe, es eso y mucho más. Narrada con una fuerza y una calidad literaria que la sitúan muy por encima del western al uso, Warlock retrata un lugar mítico, en el que la violencia de los aún jóvenes Estados Unidos del siglo xix extrae los valores más primitivos del hombre y también los más elevados.